Lo mejor de la indignación es que a veces resulta estimulante. Las líneas que siguen han surgido como reacción inmediata tras ver el Salvados del 07/10/2012: Viva Spanien. Lo recomiendo en sí mismo y para contextualizar y entender mejor la reacción que sigue.
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Desmintiendo mitos
Comienzo
haciéndome eco de la narrativa ortodoxa sobre la crisis, desplegada de norte a
sur, aunque a base de repetición haya terminado cuajando también por estas
latitudes: hemos vivido por encima de nuestras posibilidades y ahora estamos
teniendo un necesario choque de realidad, poniendo los pies en el suelo. Hemos
pecado, hemos sido irresponsables y debemos pagar por ello, se hace entender
desde una concepción política y económica de influencia cristiana impulsada principalmente
por la figura de la canciller alemana.
La verdad es
que no estoy por la labor de presumir de comportamiento modélico cuando en este
país nos excedimos en una vorágine de consumo desmedido, sosteniéndolo en el
endeudamiento en la medida que se hacía necesario. Y es que quien no tenía un buen
coche, un teléfono de ultimísima generación, se metía en una hipoteca o se
gastaba 100 euros en copas todos los fines de semana era poco menos que un
pringado. Pero si eso fue posible era porque efectivamente había posibilidades
reales: las que ofrecía el crédito. Posibilidades
a las que alentaba todo el sistema en su conjunto y que ofrecían de forma muy
interesada las entidades financieras. Posibilidad que llevó consigo al endeudamiento
de particulares y familias. Y así fue, como sin serlo, nos creímos
efectivamente ricos. Y por ello es por lo que deja de cuadrar la maldita frase
tópica del título, por manida que esté.
Algunos diagnósticos
En definitiva,
resulta que aquí en su día casi todos se beneficiaron y animaron a ello, hasta
convertir en una especie de antipatriota a aquellos que desafiaran un modelo de
comportamiento basado en un consumo ostentoso. El consumo era el motor de la
economía y nadie quería pensar en poner frenos a nada bajo ningún concepto, especialmente en el mercado inmobiliario. No existía
prácticamente debate al respecto, y quien se atrevía a cuestionar tal senda
estaba condenado a la marginalidad o a un desprecio respaldado por un amplio consenso. Resulta
que ahora, después de todo, los mismos que alimentaron ese panorama se atreven
a señalar a los ciudadanos por haber hecho caso de lo que ellos mismos pregonaban.
Entre tanto es
de justicia resaltar algo: los ciudadanos deben efectivamente asumir su parte
de responsabilidad. Su comportamiento distó mucho de ser ideal, y tan absurdo como ignorar presión alguna
resulta creer que estamos totalmente coaccionados para dejarnos seducir por esa
avalancha de consumo y endeudamiento. Una responsabilidad que, por otro lado, dista
mucho de la de las entidades financieras, por motivos como los que siguen.
Y es que, por
denostados que estén ahora, la función de los bancos es esencial. Canalizan
los ahorros de unos, a quienes les sobran recursos, y se lo prestan (con un
determinado interés) a quienes carecen de los suficientes, de manera que
posibilitan que el dinero circule y que quienes no tienen suficientes recursos puedan
disponer de ellos para invertir, innovar o emprender proyectos. Primera función
básica, que sirve para dinamizar la economía, crear empleo e incluso para promover
la movilidad social. Es su segunda función esencial la que se ha descuidado en mayor medida: la gestión del riesgo. Es decir, para llevar
a cabo la primera tarea, el banco debe valorar también de forma previa y minuciosa
a quien presta el dinero y a quién no. De ello depende el éxito o fracaso de
sus operaciones y lo positivo o negativo del impacto que la actividad que promueve genera en
la sociedad. Bien pueden prestar a quienes tienen un perfil solvente y
capacidad potencial de aportar mejoras a la sociedad con sus proyectos como a quienes
demuestran lo contrario, careciendo tanto de competencias y potencialidades
como de solvencia. En la medida en que rebajaron los criterios de emisión de
crédito y se éste se dirigió de forma masiva hacia sectores de la población que encajan mejor
en el segundo grupo se permitió que se extendieran deudas entre agentes que más
tarde no han podido hacerles frente, llegando por ello a comprometer la salud
financiera de las propias entidades (y más tarde en extensión de la economía en su conjunto, como
viene pasando).
Es esta
segunda función la que se ha dejado más de lado, descuidando el necesario control
en pro de un mercado financiero y de crédito mucho más desregulado, que
permitía la generación de riqueza por una vía mucho más rápida y menos costosa:
a través de la compra-venta-compra-venta (amplíe el círculo tanto como
quiera) de activos de deuda entre unas entidades y otras y de la acumulación de
las plusvalías generadas en cada operación en base a los intereses como método
de acumulación de dinero. Además de favorecer la concentración de riesgos al concentrar un peso excesivo de su actividad en el sector inmobiliario.
A pesar de
todo, los ciudadanos no pueden eludir su parte de responsabilidad en tanto que
se inmiscuyeron en esa vorágine de consumo y endeudamiento. Ciertamente se
podía haber actuado de forma más responsable. Ni es necesario que todos tengamos
un coche de gama alta, ni que todos tengamos que emanciparnos en régimen de propiedad
ni ningún otro lujo similar. De hecho es bastante estúpido, y desde luego que hay
alternativas (¡alquiler!), al igual que había y seguirá habiendo gente con otras
preferencias e inquietudes. Pero la responsabilidad de las entidades
financieras asciende de la moral particular a otra de nivel institucional. El ejercicio de valoración de riesgos al ofrecer crédito no corresponde a los ciudadanos,
sino que es parte de la función institucional para la cual están concebidas las
entidades de crédito. Y es por ello por lo que, a pesar de todo, el peso de la
culpa no puede más que decantarse en una medida desproporcionada del lado de
estas instituciones.
La
resolución del problema
Tras ello, la agenda
política ahora está marcada por el empeño particular de Alemania y general de
Europa de seguir las recetas de austeridad y reformas para lograr los
necesarios ajustes de cuentas de los Estados con problemas. ¿Cómo pueden persistir en tal
empeño a pesar de demostrarse, tras la experiencia de años bajo su aplicación,
que están resultando fallidas? Hasta los mismos organismos que las impulsan, como el FMI, reconocen a día de hoy que están teniendo efectos devastadores sobre la economía en forma de retroceso de la actividad y del crecimiento económico. ¿Con qué legitimidad pueden seguir dando lecciones todos
aquellos que garantizaban con altanería que este era el único camino adecuado y
posible? La ecuación es sencilla: gran parte del dinero prestado a particulares
en España e invertido en un sobredimensionado sector inmobiliario provenía desde bancos alemanes (y de otros lugares del centro y norte de Europa), por
lo que mantienen como prioridad absoluta el hecho de asegurar que ese
dinero vuelva a sumar en sus balances. Los bancos alemanes dirigieron grandes cantidades
de crédito barato hacia bancos españoles (favoreciendo el alto endeudamiento y la
creación y sostenimiento de la burbuja), y estos a su vez a los ciudadanos y
las familias de nuestro país. Si tal proceso derivó en la generación de una
enorme deuda privada, y esto ha generado después un problema de falta de
liquidez por parte de los bancos es debido, simple y llanamente, a un problema
de mala gestión empresarial. A que prestaron dinero muy a la ligera y en tantísimos casos a las personas y sectores menos adecuados. Si el dueño de cualquier empresa o negocio privado lleva a cabo una mala gestión pagará inexorablemente con las consecuencias de
la misma, excepto en el caso que nos ocupa. Esto no es así en la medida en que se está haciendo pagar al Estado (a todos los
ciudadanos) por la mala gestión de las mismas. El Estado tuvo que salir al rescate de empresas (financieras) mal gestionadas, incrementando a raíz de ello notablemente su nivel de endeudamiento (que era más bajo que el de países como la propia Alemania, por cierto). De ahí ahora el empeño en sanear las
cuentas de un Estado arruinado, porque en un ejercicio de agudeza y cinismo se ha llegado a
imponer además que sea el mismo Estado quien avale y garantice si es necesario el pago de
las deudas que contrajeron bancos y entidades financieras. Y para ello, lógicamente, el Estado debe
de contar con el dinero suficiente en sus cuentas, alejándose de la presente
situación de déficit. De ahí la necesidad de que paguemos ahora si hace falta hasta con
recortes en servicios básicos, llegando a incrementar con ellonotablemente hasta las tasas de pobreza y desigualdad. Y, en última instancia,
la necesidad de rescate que ahora se baraja, con el fin de garantizar como sea
que esa parte del dinero que sirvió para alimentar esta crisis años atrás vuelva
de nuevo en dirección norte hacia casa.
Ni siquiera es
libre mercado. Es que es aun peor.
PD. El vídeo termina con una reflexión
que refleja otro dilema muy candente en los debates sobre el mercado de trabajo: la supuesta necesaria elección entre una situación en la que predominan unas altas tasas de desempleo (como la de España) u otra con unas
tasas menores pero una con una mayor preeminencia de empleo de peor calidad (el
reciente caso alemán o el paradigma clásico de los Estados Unidos). Desde una
perspectiva liberal se suele abogar por lo segundo, argumentando que cualquiera
preferiría tener un minijob, trabajo parcial o trabajo precario antes que nada, por lo que se precisa favorecer una mayor flexibilidad. De hecho, según se plantea el esquema hasta yo me daría por convencido. El problema viene si valoramos que tal esquema puede resultar en exceso maniqueo. Es digno negarse a ser tan conformista, a rebajar tanto las expectativas de lo posible y no concebir otra alternativa que vaya más allá que la de
converger con marcos laborales más propios de países en vías de desarrollo. Décadas y años atrás hemos vivido (algunos países lo siguen haciendo de hecho, no es materia de utopía) experiencias de empleo mejores, con trabajos más seguros o mejor remunerados. Asumir ahora, con la posibilidad que brinda todo el extenso desarrollo
tecnológico acumulado, que eso no es posible y que no podemos ser más productivos suena a cuento chino (nunca mejor dicho). Me lleva a pensar que seguramente la realidad diste mucho de que no se pueda generar suficiente riqueza y trabajo para una mayoría, considerando mucho más plausible la hipótesis que dicta que el problema puede radicar en cambio en que éstos estén distribuidos de un modo muy desigual. Con todo, cuesta no concebir otra alternativa al esquema planteado. Otra cosa es que haya intereses de por medio.
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